Comienzo con una larga cita de Enric Prat de la Riba en su La Nacionalitat Catalana: “Cataluña tenía lengua, arte propio, espíritu, carácter y pensamiento nacional: Cataluña era pues una Nación (...) la tendencia de cada Nación es tener un Estado propio que traduzca su criterio, su sentimiento, su voluntad colectiva (...) la anormalidad morbosa de vivir sujeta al Estado, organizado, inspirado, dirigido por otra Nación (...) el derecho de cada Nación a constituirse en Estado”.
El estado fue ciertamente un ámbito que dominó la escena mundial durante siglos, el estado fue soporte de la revolución industrial y de las colonizaciones, el estado soportó y se recuperó de la barbarie de cruentas guerras y albergó en su seno el desarrollo cultural y tecnológico más grande de todos los tiempos con decisivas aportaciones al arte y al saber humano. El estado, hay que reconocerlo, fue por un lado testigo y sujeto del refinamiento más exquisito del lujo burgués y escenario del nacimiento del movimiento obrero y de sus reivindicaciones sociales más perentorias. Pues bien, ese estado, necesidad quizá histórica del devenir del desarrollo económico, autor del más complejo mecanismo de administración y burocracia, tan creador y tan destructor a la vez, es hoy en día, como lo fue en su día, todavía cuestionado por una vieja y siempre mal cerrada fisura: la Nación.
Pues bien, supongamos, sé que es mucho suponer, que un día, después de una guerra nuclear en nuestro planeta tierra, un historiador o historiadora intergaláctico/a aterrizara en algún lugar de nuestro planeta, ya muerto éste, con el insoslayable propósito y curiosidad de investigar la causa de tal catástrofe terrestre registrado por sus muy sensibles sensores galácticos allá lejos, a miles, o millones, de años luz. (Eric Hobsbawm en Naciones y Nacionalismos, Ed. Crítica Barcelona 1.990.) Supongamos también que el historiador, o historiadora, procediera a consultar las bibliotecas y los archivos que se han conservado, toda vez que la tecnología del armamento nuclear avanzado se ha pensado para destruir solamente a las personas en lugar de las propiedades. Nuestro galáctico sacaría la conclusión de que el devenir de los dos últimos siglos de la historia humana en el planeta apodado “Tierra” es incomprensible si no se entendiera, al menos un poco, el término “Nación” y las consecuencias que de él se derivaran. Este término, Nación, parecería expresar, podría concluir el galáctico intelectual, algo bastante importante en los asuntos internos humanos. Nuestro historiador/a leería, si estuviera muy por la labor, quizás a Walter Bagehot (que presentó la historia del siglo XIX como la historia de la “construcción de las naciones”) y a de A. D. Smith (“Nationalism: a trend report and bibliography”). Así, gracias a la lectura de esta literatura sería posible dar al historiador intergaláctico unas mínimas claves para entender la importancia de la Nación en la historia.
Ciertamente la historia fijó en su momento convencionalmente unos límites estatales que parecían definitivos e inamovibles, y que se codificaron inmediatamente con el halo de lo inevitable e indiscutible, y, es más, con el halo de que lo convenido estaba preescrito desde el comienzo de los tiempos. Estas unidades estatales cumplieron unas funciones y respondieron a unos retos que, tal vez incluso, fueron las adecuadas y oportunas a las exigencias de su momento. Y hoy, cuando ya no está tan claro que las cumplan, y cuando han podido perder parte de su carácter “sacro”, son motivo de evaluación y reflexión. Una propuesta de convivencia que pudiera convertirse en un valor y en una referencia socialmente vigente y atractiva para un contexto de intensa actividad transfronteriza y supraestatal. Formas de integración, más o menos extensas, que sin embargo respeten y acepten la personalidad de las unidades nacionales integradas. Pero este momento histórico no propone ningún marco de referencia hacia cuya realización podamos aspirar los que creemos que lo global no existe sin lo local y que lo pequeño es lo que da el cuajo necesario a lo grande. Tal vez se trate de que la Historia quite ahora lo que dio antaño, que lo que fue una creación pueda perecer cuando cambien las circunstancias que le dieron nacimiento.
Porque lo histórico, aunque a veces por eso de lo cotidiano nos lo lleguemos a creer, no es ni eterno ni permanente. Pero la nueva alternativa no ve la luz. Y hoy, cuando el devenir de la Historia camina por la vía de constituir ámbitos económicos por encima del estado, parecería que la pretensión de los nacionalismos en general supondría, aparente contradicción, generar unidades políticas por debajo de la unidad del estado. Motivo pues de reflexión galáctica.
Y aquí, mientras, hay quien a la vera del llamado “cambio” en Euskadi afirman que en el fondo lo único real que late en la disección intelectual y política entre el Estado y la Nación, es decir entre los llamados constitucionalistas españoles y nacionalistas vascos, es un discurso nacionalista reaccionario, caduco y aldeano, de boina ajustada y rabito menudo, un sentimiento folklórico y primitivo lleno de bucólicas añoranzas de idílicos caseríos, coro parroquial o rural levantamiento de piedra de fin de semana. Seguramente nuestro observador galáctico no lo tendría tan claro. Ojala que conceptos como decidir y no imponer, pactar y tener derecho, no vetar y negociar, ser nosotros sin rechazar al vecino, labrar futuros solidarios etc sean categorías que con normalidad se declinen y conjuguen a futuro. Quisiera alimentar la esperanza de creer que la evolución democrática de la Historia de las soberanías vaya en el futuro próximo por caminos más fraternos y solidarios de reajuste, adecuación y superación propia. También en lo que concierne a este solar vasco. Sin ira, sin tutelas, con libertad y capacidad para decidir y ejecutar como vascos nuestro derecho a configurar el futuro político que decidamos mayoritaria y democráticamente, hablando, dialogando, razonando y buscando el máximo consenso posible. Pero a pesar de lo que a uno le queda por oír y ver, creo que no hay que cejar en eso de recoger los frutos de una cosecha colectiva sembrada con una voluntad férrea de querer como vascos ser sujetos y protagonistas en el presente y futuro de nuestro Pueblo. Una cosecha estrictamente democrática y pacífica que proyecte la Nación vasca al concierto internacional en igualdad de condiciones con nuestros vecinos.
Y esto último podría ser un bonito colofón para ese historiador galáctico extraterrestre que volviera a su habitáculo sideral. Quizás podría así concluir, aunque fuera en parámetros intergalácticos, que los habitantes de ese pequeño trozo de territorio llamado Euskadi ubicados en ese minúsculo planeta llamado Tierra, poseen la suficiente inteligencia para diagnosticar certeramente, que tienen el orgullo, el derecho y la voluntad para decidir su futuro, que tienen sentido común para fotografiar el contexto y los perfiles del momento y que tienen la cordura política suficiente para razonar, dialogar, pactar y negociar, y que aunque sea a veces, la suelen utilizar. Quizás entonces el tal alienígena intelectual entienda algo de lo que pueda significar para los terrícolas poseer el sentimiento de pertenencia a una Nación e intuya, y sea capaz de explicar a los suyos/as, cuando vuelva a su lejano hogar, la importancia de lo que significa la Nación en la historia de los humanos.
Pero para hablarles a los alienígenas visitantes de Euskal Herria, de los vascos y de su nación, y de su proyecto político llamado Euskadi (y de lo que se entiende por la Burujabetza del Zazpiak Bat) y de su ya cronificado desencaje político-institucional en algo que es llamado España, estimo pertinente esperar a otro viaje intergaláctico del visitante historiador con el fin de explicarle lo más detalladamente posible el asunto en cuestión. Cuestión, por cierto, pelín complicada. Pues eso.