La realidad social nos muestra la existencia de antagonismos, contradicciones, enemistades y enfrentamientos entre las personas, hombres y mujeres, norte y sur, grupos, clases, religiones, culturas, razas, pueblos, naciones y estados. La vida política es, en buena parte también, la historia de las rivalidades humanas, individuales y colectivas. Y la historia política, un proceso de confrontaciones, en orden a la conquista del poder o a la participación en el mismo.
Pero si uno de los primeros objetivos de la política ha de ser asegurar la convivencia entre personas y comunidades, parece necesario prestar atención a las causas de los enfrentamientos, percatarse plenamente de los riesgos que yacen en el seno de diferentes vivencias complejas, investigar los posibles puntos de ruptura; en pocas palabras, saber a qué atenerse. Y ello no por un loable afán de conocimiento de la verdad, sino con el propósito de buscar soluciones integradoras, de remediar los antagonismos de la manera más profunda posible.
La acción política se enfrasca frecuentemente en los problemas cotidianos, sin que le sea posible remontar el vuelo. He aquí uno de los grandes riesgos de la acción política, machaqueada a diario por la problemática sucesiva de los casos concretos, entregada a una obra de parcheo de las fisuras que se van produciendo pero sin abordar las causas últimas de los antagonismos.
La acción política no puede simplemente detenerse en una labor de soldadura, tiene que, además, rebasar la fatigante preocupación cotidiana y profundizar en las causas y en los remedios, en las causas más hondas y permanentes y en la reflexión sobre lo sustancial. En el día a día se opera sobre los antagonismos tratando de aliviarlos en cada caso concreto, en cada fricción coyuntural, en cada choque puntual. Pero lo que aquí se propugna es la acción sobre las causas, sin perjuicio de las exigencias de la política cotidiana. Es la aparentemente irresoluble contradicción entre lo grande y lo pequeño, lo macro y la identidad, la globalización y lo local, el nacionalismo uniformizante del poderoso y el pequeño defensivo, el miedo escénico al paisaje futuro y la necesidad de afrontarlo con garantías, la madeja enredada entre hilos vascos, españoles y europeos. Es decir, se trata, del pulso entre el pasado que no volverá y el presente a superar, y ello ante un futuro a modelar de multinacionales, de uniones, concentraciones y de economía mundial.
De ahí, en mi opinión, la imperiosa necesidad de la presencia de Euskadi, del euskera y de los vascos en la UE, y ello a pesar, y aunque, en esta primera instancia Europa se articula en exclusiva a través de estados que se resisten por ahora a delegar y compartir soberanías. Todas las naciones tienen derecho a reclamar y ser sujetos de su futuro, pero ese futuro en pleno proceso de globalización y mundialización, sólo será real, posible y con perspectiva, si es compartido y cuando las políticas llevadas a cabo actúen en positivo sobre los hechos y las voluntades. Quizá la existencia de una comunidad supraestatal como Europa supondrá en el tiempo un proceso de superación de todos los nacionalismos sin excepción, es decir de los grandes-estatales-uniformizantes y también de los pequeños-sin estado-defensores de su identidad. Quizás ese proceso se dé más fácilmente en aquellas que logren incorporarse en igualdad de condiciones, voluntaria y solidariamente a ese ente supraestatal que se construye como comunidad de naciones. ¿Pero y las que no lo consigan? El pulso pasa del campo teórico a la experiencia histórica que está por escribir. Los vascos, nuestra voluntad de querer seguir siéndolo, estamos una vez más y lo queramos o no, convocados al futuro.