Opinión
12Enero
2005
12 |
Opinión

Euskadi en Europa

Opinión
Enero 12 | 2005 |
Opinión

Jose Manuel Bujanda Arizmendi

Opinión

El Correo


Un pueblo es historia y cultura. Y ésta, a su vez, historia de un pueblo. Cultura, como principio de continuidad histórica de un pueblo significa tanto transmisión efectiva de un patrimonio, como deseo de que ´aquello´ surgido en el pasado sobreviva y tenga la posibilidad para hacerse futuro.

Cultura como instrumento y testigo para entender el pasado y como signo a su vez de nuevas posibilidades futuras. La historia del conjunto de Europa es la historia de las culturas y de las tradiciones de sus naciones, es la historia de la huella y de la vocación de sus pueblos, de los grandes y de los pequeños, de los sometidos y de los sometedores, es la suma poliédrica y peculiar de aciertos y errores, de bellas y gloriosas páginas pero también de vergonzantes y oscuros nubarrones. Suma de anhelos y frustraciones. Culturas diversas, europeas todas ellas, reflejo de conflictos, constatación de existencia de naciones, pueblos y Estados que generan comunidad. Comunidad formada por múltiples relaciones y comunicaciones, tela de araña gigante y tejida por muchos hilos, relaciones solidarias, encuentros y desencuentros colectivos, fracasos de convivencia y lazos vecinales confusos. Europa se ha ido haciendo en todos y cada uno de esos Estados, naciones, pueblos y regiones. Europa, argamasa de historias, balance histórico, pasado, presente y futuro, debe y haber, de lo que se dio y recibió. Historias y proyectos, culturas grandes y pequeñas, poderosas y humildes, solidaridad vecinal, abiertas y permeables a otras historias y culturas. Vivimos en una Europa de identidades compartidas, de pertenencias múltiples, de dependencias dispersas, de soberanías complejas con perfiles difuminados.

 

La UE se asienta sobre una estructura política y jurídica a la que los Estados han cedido una buena parte de los poderes que tradicionalmente han sido considerados como identificadores de la estatalidad. Porque un estado privado de la política monetaria, que comienza a compartir su política de seguridad y exterior, y que ha de sujetar su actuación al respeto a los derechos fundamentales reconocidos en un futuro texto constitucional europeo con rango jerárquico superior a la de su propia constitución interna, no es ya ciertamente un Estado soberano. Al menos en su acepción clásica.

Europa ha sido en los últimos cuatrocientos años solar, testigo, concierto y conflicto. Europa, de serlo, lo será como consecuencia del diálogo, hija del respeto y de la tolerancia, producto de la igualdad y fraternidad entre sus pueblos, de sus culturas, de sus historias y de la conjunción armoniosa entre la diversidad de sus paisajes. Y entre ellos, el variopinto de Euskal Herria. El de una Euskal Herria compleja pero de cultura e identidad propias acuñadas en el transcurso de su larga y azarosa historia. Una Euskadi, por cierto, en la que hasta el 1 de enero de 1993, año en que entró en vigor el Tratado de Maastrich, los vascos vivíamos divididos por una frontera que hoy por el contrario empieza a ser algo inexistente en las relaciones entre Iparralde y Hegoalde.

 

Nos contemplan 72 años desde aquel segundo Aberri Eguna de 1933 convocado en San Sebastián por el PNV bajo el lema de Euskadi-Europa´ que reunió a más de cincuenta mil personas y en el que tomaron la palabra, entre otros, Telesforo Monzón y José Antonio Agirre del PNV, Manuel Carrasco Formiguera (Unión Democrática de Catalunya) y Ramón Otero (Partido Galleguista). La plena compatibilidad de la reivindicación de la nacionalidad vasca y la universalidad era subrayada por el PNV ya entonces, consciente de la importancia de utilizar las plataformas internacionales como caja de resonancia de su reivindicación nacional, y con la esperanza de contribuir a la formación en Europa de una conciencia que posibilitase, en un futuro que no se vislumbraba cercano, «ir amoldando la organización política de los Estados al hecho natural de las naciones, y al respeto de todos los derechos inherentes a las distintas personalidades de los pueblos» (´El Péndulo patriótico´. Pág. 243. Ed. Crítica, Barcelona 1999).

La facultad de soñar y desear Europa nos permite recrear en nuestra imaginación ciudades espléndidas, regadas por aguas limpias, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria ni por la hinchazón de la riqueza impúdica. Nos permite imaginar escolares recitando con voz justa las lecciones del buen saber, mujeres y hombres moviéndose con idéntica dignidad social y con la misma calma llena de fuerza vital, huertos con hermosas frutas y campos con cosechas abundantes. Soñar permite desear que todos los pueblos palpen la paz con su inmensa majestad, que el viajero más humilde pueda perderse y viajar de un país a otro, sin formalidades vejatorias, sin peligros por doquier y seguro de legalidad. Nuevos escenarios entre diversos, siempre mejorables, que tendrán que ser resueltos con más dosis de democracia. Por ello será necesario generar circunstancias integradoras, foros de participación y encuentro para afrontar conjuntamente retos futuros.

 

Habrá que promover el respeto, el interés y el valor de todas las culturas y lenguas, así como la legitimidad de los diferentes referentes simbólicos. Será imprescindible implementar un discurso que verse sobre vínculos libremente aceptados en una Europa percibida como ventana abierta por una ciudadanía que habita este trozo de mundo. Una Europa en la que ciudadanos y ciudadanas independientemente de su color, raza, origen, lengua o creencia religiosa, tengan un trabajo digno. Un continente acogedor y lleno de papeles para los sin. Europa social y solidaria, adalid del imperio de la Ley, ejemplo de Derechos Humanos y en la que pueblos, naciones y estados se mirasen en el espejo del respeto mutuo. Una Europa beligerante ante la injusticia, la guerra, el abuso, el hambre y la explotación impune del poderoso. Una Europa capaz de tejer un ordenado tapiz cual calidoscopio multicolor, en el que todos y cada uno de los fragmentos, conservando y desarrollando su identidad compartan el conjunto. Que el viejo, pero vivo, euskara acierte a navegar listo y hábil por esos bravos mares compartidos fortaleciendo su salud.

Y algo debe quedar claro, la Constitución europea no es ningún impedimento para las reivindicaciones del nacionalismo vasco. La nación vasca, Euskadi, sí tiene su sitio en y dentro de Europa. La Constitución europea se limita a declarar el principio básico y tradicional de la arquitectura política en la UE de la autonomía institucional de los Estados miembro. La UE agrupa en su seno a estados de estructuras territoriales muy diferentes y ha declarado que la decisión sobre distribución territorial interna de los Estados miembro es una decisión que ha de ser adoptada por cada uno de ellos, sin interferencia de la UE. Cada Estado se organiza internamente, y si en estricta aplicación democrática del derecho del pueblo vasco a ser dueños de su destino el Congreso de los Diputados de Madrid diese luz verde al plan Ibarretxe -felizmente aprobado por mayoría absoluta en el Parlamento Vasco- la UE no le pondría ninguna objeción, ni sería muro de contención a este nuevo punto de encuentro entre Euskadi y España.

 

La apuesta de lo vasco, la afirmación y la proyección política de Euskadi como nación, el futuro de la cultura vasca y en particular del euskara -herramienta de comunicación y testigo vivo del transcurrir de decenas de siglos de historia- sí dependen fundamentalmente de nosotros mismos, vascos y vascas. Pero dependen también de que sepamos circular por los raíles de un tren que lleva un proyecto en construcción en busca de destino llamado Europa. Que el 2005 cocine paz, igualdad y justicia, cante democracia y luzca fraternidad en libertad. Ojalá todos estemos a la altura de lo exigido.

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