Sobre los curas vascos, el in- efable Jon Juaristi no tiene inconveniente en dar su particular vuelta de tuerca a la manipulación en su ‘‘La tribu atribulada’’.
Juaristi considera, por ejemplo, que, en los días del franquismo, Jaime Larrínaga ‘‘no hablaba desde el púlpito del avasallamiento del euskera’’, que sería la ‘‘soplapollez’’ a la que se dedicarían los curas vascos (no necesariamente nacionalistas) antifranquistas. Lo curioso es que el hoy asesor de Esperanza Aguirre sabe que muchos de esos curas vascos denunciaban la violación sistemática de los derechos humanos, las torturas generalizadas. Hay casos muy conocidos, como el de don Nemesio Etxaniz. En 1975, la policía política franquista detuvo en Santutxu a un sacerdote y le metió una barra por el ano, perforándole el esfínter. Larrínaga, a quien Juaristi cita expresamente, fue de aquellos curas que, entonces, miraba para otro lado incluso cuando alguno de los detenidos era de su cuadrilla (de su propio grupo de amigos de Igorre). ‘‘Soplapolleces’’, según Juaristi.
Papel protagonista en la ‘‘Historia General de Ermua’’ tiene otro cura, don Teodoro Zuazua, uno de aquellos requetés que llegó a párroco de Ermua tras la ‘‘limpieza étnico-política’’ de los franquistas. Dice Juaristi, refiriéndose a Zuazua. ‘‘En su evocación de aquellos años (los 60) había un deje de amargura. Algunos compañeros nacionalistas, decía, le reprochaban su dedicación a los inmigrantes. Jamás los nacionalistas han actuado de otra forma’’. Y se queda tan ancho. ¡Qué asco! Los curas nacionalistas de Ermua, como don Críspulo Salaverria, el párroco, o don Domingo San Sebastián, el ‘‘ascendido’’, se dedicaron a salvar vidas de significados carlistas del pueblo. No es de extrañar que algunos de ellos se presentasen ante el tribunal donde juzgaban a mi tío intercediendo por él, lo que, seguramente, salvó su vida.
Según Juaristi, el franquista don Teodoro hizo casas para los inmigrantes, algo que los nacionalistas jamás habrían hecho. Y uno recuerda a don Iñaki Aspiazu que trabajó durante tantos años entre los más desfavorecidos de las cárceles de Argentina, a don Tiburcio Izpizua, a don Ramón Ertze, un intelectual de primera fila, o don Joseba Urresti que ayudó a escapar a no pocos judíos, pero ¿qué sabrá Jon Ben (‘‘hijo de’’) Antón?. ¿Qué les podía importar a Larrínaga o Zuazua la tragedia de sus hermanos sacerdotes? Mientras algunos eran desterrados, encarcelados, fusilados o torturados, don Teodoro hacía casas sociales. La labor de don Serafín Esnaola o de don Joseba Beobide con los inmigrantes de Pasaia no merece la más mínima consideración.
Al final, nos encontramos con que la guerra civil es producto de ‘‘un estallido’’ (‘‘Historia general de Ermua’’) consecuencia del intento revolucionario de 1934, mientras que los franquistas muertos por ETA entre 1968 y 1977, según la doctrina de plataformas, tienen la misma consideración ideológica que los asesinados a partir de 1978. Se confunden, deliberadamente, fechas y años para que los franquistas parezcan demócratas y las ideas de los primeros legítimas. Se pasa sobre ascuas sobre la represión que se prolonga hasta 1977 y que caracteriza como terroristas al régimen y sus estructuras: desde los jefes locales del Movimiento que, en 1975, participan en la oleada represiva del ‘‘estado de excepción’’ hasta los ‘‘grises’’ o los miembros de la policía política (que, por cierto, no se disolvió hasta marzo de 1977).
Bono hizo desfilar a un nazi que se fue a Rusia a ‘‘matar comunistas’’ (ancianos, mujeres algunas fueron violadas por los hombres de Muñoz Grandes y Esteban Infantes y niños) junto a un integrante del Ejército francés que luchó para liberar al país que le había acogido de la ocupación nazi. Se trataba de ‘‘reconciliar’’. Hubiese tenido más sentido que, junto al viejo nazi, hubiese desfilado con algún veterano del Ejército rojo de origen español, que haberlos, haylos.
Lo curioso de la situación creada es que algunos de quienes alimentaron el monstruo (como la doctora Vizcarrondo), ahora se muestran preocupados por tanta manipulación.