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Don Nicanor el del tambor

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Otsaila 22 | 2006 |
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Jon Juaristi acaba de publicar sus ‘‘memorias’’; última entrega de su serie ‘‘Qué mal, pero que mal, me trató mi vida’’ formada básicamente por ‘‘Diario del poeta recién cansado’’, ‘‘El bucle melancólico’’, ‘‘El chimbo expiatorio’’, ‘‘Sacra Némesis’’, ‘‘La Tribu Atribulada’’,… Con ‘‘Cambio de destino’’, que así se llama el mamotreto, ocurre lo mismo que con ‘‘El bucle melancólico’’: si en este último se actualizan obras anteriores (‘‘Leyendas vascas’’ o ‘‘El linaje de Aitor’’), en ‘‘Cambio…’’, se hace lo propio con las obras antes citadas. Juaristi, parece claro, es un escritor obsesivo, mántrico, una versión ‘‘chimbera’’ de Nicanor el del tambor, racataplán, racataplán,…
En 1935 apareció en Buenos Aires, editada por Lisandro Z. D. Galtier, la obrita ‘‘Los orígenes ibéricos del pueblo judío’’, escrita poco antes por O. W. de Lubicz Milosz, un ‘‘poeta’’ lituano que, cuando parió el engendro, era consejero de la Legación lituana en Francia. Lubicz Milosz demuestra, de forma de forma fehaciente, la relación entre vascos y judíos, y, claro, entre el euskera (vascuence) y el hivrit (hebreo). Así cualquier filólogo que se precie debe saber que "Zumala (ejemplo: Zumala.carreguy, el jefe de la insurrección vasca de 1830-35) parecería ser la forma primitiva de Schelomo".

Juaristi dedica el primer capítulo de sus ‘‘memorias’’ a hacer un recorrido onomástico-genealógico a través de su parentela cercana y lejana, a la vez que pide disculpas por su nombre ‘‘nacionalista’’, ‘‘Jon’’, nombre de raíces tan hebreas como Seamus, Johan, Iván, Juan, ... Cuando los fascistas ocuparon Lekeitio, un requeté reconvertido en funcionario se dedicó a rebautizar a todos los lequeitianos con nombre ‘‘nacionalista’’. A mi tío, Imanol Ordorika, que, en 1937, había seguido a su padre al exilio mexicano, le cambiaron su vasco-judío ‘‘Imanol’’ por ‘‘Braulio’’. Sólo lo que tiene nombre existe, así que aquel funcionario hizo desaparecer del mapa a los tres hijos de José de Ordorika y Balbina Bengoetxea que, sin embargo, lograrían mantener su identidad en el destierro.

La obra más redonda de Groucho Marx, ‘‘Groucho y yo’’, comienza con una frase que, más o menos, reza: "Nací a muy temprana edad, cuando me di cuenta ya tenía cuatro años y medio". Juaristi, hombre de memoria ‘‘marxiana’’, ya se había dado cuenta que, en los 1950, "las antiguas disensiones entre carlistas y nacionalistas parecían haberse esfumado en el seno de un catolicismo muy tradicional, del que unos y otros participaban". Todo esto se produce, según el hoy correligionario (de religión) de Gruocho, por "una Pax Domini decretada por la Iglesia, que al menos en apariencia, suturó el desgarramiento de la guerra civil, encuadrando a creyentes carlistas y nacionalistas". Y se queda tan tranquilo.

No puedo hablar de las relaciones entre nacionalistas y carlistas sietecalleros, pero, por ejemplo, en Lekeitio no puede hablarse precisamente de relaciones idílicas. Los biznietos de Carlos María Isidro de Borbón cantaban una coplilla que, más o menos, decía: "En Lekeitio han un batzoki/en el batzoki hay una cuadra/y en la cuadra hay unos burros/que se llaman bizkaitxarras". Mi padre aún recuerda la ‘‘entrada’’ de los requetés en Lequeitio. Al frente de estos últimos, un ondarrés, Arriola. Los lequeitianos, abrumadoramente abertzales (del Partido y Acción) y republicanos (mi abuelo paterno era miembro de Izquierda Republicana y fue uno de quienes, en 1932, recibió a Manuel Azaña en ese Eskolape que tanto llama la atención a Juaristi) sufrieron la humillación de la derrota, en la función pública, en la educación, en la parroquia,... Algunas mujeres del pueblo, entre ellas, Miren ‘‘Pompon’’, fueron ‘‘peladas’’ al cero y obligadas a ingerir aceite de ricino por los cruzados de txapela roja y detente bala (como aquellos valientes hijos de Artajona). Algunas casas del pueblo fueron incautadas para que descansasen las familias de los jerarcas del nuevo régimen (por ejemplo, los Fal Conde). Sólo mostraron una cierta debilidad a la hora de comer. Mi padre, que tenía al suyo en el Puerto de Santa María, se hizo ‘‘pelayo’’ porque se comía mejor que con los ‘‘flechas’’. La teoría del carlista-hermano de sangre, del funcionario que guarda el sitio, sólo se la he leído a dos personas: a Xabier Arzalluz (en uno de aquellos Alderdi que ‘‘pasaba’’ el padre de Jon) y al propio Juaristi. Por el contrario, recuerdo que mi padre llevó un susto tremendo cuando le dije que, en Pamplona, donde estudiaba, había visto una manifestación de carlistas encabezada por la ‘‘ikurriña’’. Esas cosas.

Donde yo nací -y no fue en Gijón- , ejercieron su ministerio al menos siete sacerdotes vascos desterrados. Entre éstos, los hermanos Oar-Arteta, de Ajanguiz; don Eugenio Larrañaga, don Francisco Garrogerrikaetxebarria o mi tío abuelo, don Domingo San Sebastián, de Lekeitio,... Habían sido arrancados de sus parroquias por el tristemente célebre Laucirica, administrador de la Diócesis de Vitoria, aquel energúmeno que mantenía que "hablando de España, se habla de Dios". A pesar de la versión de la historia de Ermua según la interpretación de foro o engendro inspirado por el bueno de Jon, a mi tío coadjutor-organista de su parroquia, y al párroco, don Críspulo Salaberria, les detuvieron, encarcelaron, condenaron y deportaron. En muchos casos fueron sustituidos por no sólo por carlistas, sino por requetés, como Teodoro Zuazua, antiguo párroco de Ermua. Los curas desterrados trabajaron con los vencidos, con más pobres con las nuevas oleadas de emigrantes (que, en Asturias, llamaban ‘‘coreanos’’) que iban a trabajar en la naciente siderúrgica. En la década de los 50 y primeros 60, la mayor parte de los supervivientes regresaron a Euzkadi, pero no me suena que organizasen un ‘‘jumelage’’ con los carlistas. Juntos, sí, pero no revueltos.

En sus nuevas memorias, Juaristi repite una mentira publicada por primera vez en ‘‘Sacra Némesis’’. Se trata del pago de fianzas a un grupo miembros de Euzko Gaztedi que habían sido detenidos en 1959. Según Jon Juaristi, mientras que la mayoría de las fianzas de los militantes presos fueron pagadas con presteza, no ocurrió lo propio con los hermanos Moral Zabala (Gabriel y Begoña). Existen, ya no testigos, sino pruebas documentales de que no se pagaron fianzas. Ninguna fianza. Pero, qué importa. Aquí hay que seguir, racataplán, racataplán, con la fobia antinacionalista -aunque, como veremos, esta vez se ha atrevido a incluir elementos xenófobos- de don Nicanor, el del tambor.

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