El llamado ‘‘pacto anti-terrorista’’ fue una reacción al ‘‘pacto de Lizarra’’. Los firmantes del primero no quisieron admitir que el segundo se extinguió definitivamente en enero del año 2000 cuando ETA asesinó a un militar en Madrid. Entonces, se enterraba un proceso, el de Lizarra, escasamente democrático, especialmente porque, por un lado, casi nadie se atrevió a reconocer cuál era su verdadera representatividad en el concierto político vasco. En este punto, algunas fuerzas (políticas y sindicales) mayoritarias hicieron ‘‘cesión de mayoría’’ en un error explicable sólo por el ansia de paz.
Desde el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, algunos pensaron que, si se acababa con ETA, era muy fácil convertir al PNV en una fuerza testimonial. Esta tesis, increíblemente, fue compartida por algunos miembros de este último partido. Se olvidaban, unos y otros, que el PNV existía antes de que lo hiciese ETA y seguirá existiendo después de que ésta se extinga.
Las elecciones de 2001 (13 de mayo) demostraron algo que, hoy por hoy, resulta incontestable: existe una mayoría nacionalista democrática sólida que tiene mucho de cultura. Y esta mayoría se revolvió en 2001, por un lado, contra ETA por haber truncado sus ilusiones generadas tras la tregua. Por otro, contra el frente constitucionalista (Mayor-Redondo).
Por otro lado, en el quinquenio 2000-2005, asistimos a la impúdica utilización de los votos de la autodenominada ‘‘izquierda abertzale’’ por los ‘‘constitucionalistas’’, y viceversa, con el único fin de desgastar al PNV y al lehendakari Ibarretxe.
Lo anterior tiene lugar durante la etapa más dura del ‘‘aznarato’’ (es decir, el Gobierno del PP con mayoría absoluta). A la aprobación de leyes ‘‘ad hominem’’, siguen incidentes bélicos, como la reconquista de la isla de Perejil, y, sobre todo, la guerra de Irak (que, hoy, sigue siendo reivindicada por Aznar) que sigue produciendo decenas de muertos cada día. No resulta exagerado afirmar que como el PP, en aquellos días, no tenía nada que hacer, pues... declaró una guerra. Los atentados del 11 de marzo pusieron fin a este período histórico. El 14 de marzo de 2004, los ciudadanos ser rebelaron e impidieron que el PP siguiese gobernando.
Los socialistas -que habían aprendido la lección de 2001- comprobaron entonces cómo el PNV, en solitario y con un nuevo liderazgo, superaba los 400 mil sufragios en unas elecciones generales. El segundo lugar, una vez más, comprobaron que sus votos estaban donde siempre que no era en el campo nacionalista, a pesar de pintorescas operaciones (y, en algunos casos, no menos pintorescos personajes) como las de Emilio Guevara o Joseba Arregi. En todo este asunto, parece más claro que nunca que la tolerancia hacia el Partido Comunista de las Tierras Vascas formaba parte de una estrategia que, hoy, parece comienza a dar frutos.
En un hipotético final de ETA, parece claro que Batasuna está llamada a jugar un papel más o menos importante. Lo que ya no parece tan claro es que ese papel lo tenga que jugar con las fuerzas nacionalistas, especialmente por el proceso de paz está vinculado a la permanencia del PSOE en el poder central. Con los presos en el centro de la cuestión, un Gobierno del PP no tendría problemas para ‘‘fabricar’’ nuevas causas que instaurasen la cadena perpetua de hecho. O, dicho de otra forma, Batasuna no puede permitirse el lujo de jugar al desgaste de Zapatero.
En este proceso, por otro lado, el PNV debe estar alerta para evitar que le ocurra lo que a CiU. Es cierto que, en estos momentos, según una encuesta del nada sospechoso ‘‘El Periódico’’ de Cataluña, el partido de Mas ganaría las elecciones. En un primer momento, debe afrontar las próximas elecciones municipales y forales jugando en cuatro campos (marcos) distintos. Desde el punto de vista interno, por otro lado, va a resultar interesante ver cómo juega cada uno sus piezas.