Pero los debates en torno a esta temática han rozado a menudo tal nivel de confusión conceptual e impunidad intelectual que el término nacionalismo se ha usado indistintamente tanto para la afirmación defensiva como para la agresiva de una nación frente a otras, para definir conceptualmente realidades del todo contrarias. Con lo cual se mete en el mismo saco, pongamos por caso, el programa supuestamente nacionalista de Hitler y el programa genuinamente nacionalista de Ghandi. Y como ninguna persona de buena voluntad puede estar a favor del programa de Hitler, se desprende con un rigor aparentemente aplastante que la misma persona de buena voluntad tampoco puede estar a favor del programa de Ghandi. Lo cual manifiestamente es una reducción al absurdo. Es a la primera afirmación a lo que, con pertinencia terminológica y conceptual, conviene caracterizar no como nacionalismo sino imperialismo o, de manera más exacta aún, hegemonismo. El nacionalismo defensivo sólo reclama el derecho a la existencia de una nación en pie de igualdad con otras naciones. El hegemonismo en cambio, con frecuencia mal llamado nacionalismo, reclama el derecho de una nación a subyugar o incluso erradicar a otras naciones, en nombre de una supuesta superioridad racial, cultural, demográfica, económica o del tipo que sea. La confusión deontológica entre afirmación del derecho de existencia de una nación y la negación del derecho de existencia de otras naciones nos empuja al absurdo y a la injusticia histórica. Es difícil imaginar dos posiciones políticas más antagónicas. No se trata de una distinción meramente académica, no. El ignorarla puede llevar fácilmente a graves errores de interpretación de los sucesos políticos. Por supuesto que, en ciertas circunstancias algún nacionalismo ha derivado en hegemonismo, de modo análogo a como el ideal del socialismo y de la justicia social ha derivado a veces hacia el totalitarismo stalinista, el cristianismo a las cruzadas y el catolicismo a la inquisición o a complicidades con dictaduras. Debería, por lo tanto, ser justamente el compromiso teórico y práctico de políticos responsables e intelectuales independientes, y con ideas claras, velar porque el nacionalismo en su propio país, que siempre es correcto defender, no derive hacia tendencias hegemónicas, que siempre es correcto contrarrestar. Toda nación tiene el derecho de hacer lo posible por preservar su identidad; y al mismo tiempo la obligación de respetar las condiciones para que las otras naciones preserven la suya. El verdadero enemigo de una política nacionalista no es otra política nacionalista, es el hegemonismo. Estas, entre otras muchas, son algunas de las reflexiones de Ulises Moulines, catedrático de Filosofía en la Universidad. de Munich.
El mencionado profesor con el título de Manifiesto nacionalista, análisis de un hecho universal (Ed. La Campana, Barcelona 2002) ha escrito un ensayo en el que analiza qué puede entenderse por nación, en qué consiste la actitud negacionista y la posición contranacionalista, y ello desarrollado en tres bases. Primera, el nacionalismo es un fenómeno cultural profundo y no una moda pasajera. Segunda, el nacionalismo es tratado habitualmente con un gran déficit conceptual y metodológico (el abuso consistente en denominar nacionalismo lo que de hecho, es hegemonismo) y tercera, es deseable que el universo presente la máxima diversidad posible, y que un programa ético-político como el nacionalismo debe ser valorado positivamente. El profesor Ulises Moulines es un defensor del nacionalismo internacionalista como visión constructiva de un problema a menudo mal planteado y aboga por la necesaria comprensión de un fenómeno que arranca de lejos y que marcará el futuro. Así, la cuestión de las nacionalidades periféricas del Estado español, los nacionalismos allí presentes, sobre todo en el caso de Euskadi y Cataluña, indican claramente un déficit de encaje de los hechos diferenciales vasco y catalán en el entramado jurídico constitucional de la Villa y Corte y constituyen uno de las principales cuestiones socio políticas que el Estado español tiene hoy en la agenda de asuntos a resolver. Minorías periféricas importantes entienden que España es un Estado, sí, pero no su nación. Es más, quienes se identifican con una nación catalana, vasca o gallega, demuestran, cuando no el fracaso de los que pretenden hacer de España una nación única, sí un déficit de vertebración territorial arrastrada desde generaciones.
Finalizo con citas de dos históricos nacionalistas y demócratas vascos, y que creo que, muy bien vienen a cuento: José Antonio Agirre primer lehendakari, y Manuel de Irujo. Decía Agirre: «Nos encontramos envueltos en la lucha ideológica más profunda que ha conocido la Humanidad. Hoy no hay más que una disyuntiva: con la libertad o contra ella. A un lado están situados aquellos que creen que el mundo es un albergue de seres racionales, que debe regirse por las normas basadas en el respeto a la libertad y dignidad del individuo, y en la colaboración y convivencia de los pueblos; al otro, quienes, en su concepción pesimista del hombre no conciben más doctrina que la de la fuerza. Para los primeros, la tolerancia y la ley son normas de gobierno; para los otros, la coacción el atropello y la fuerza bruta son las únicas reglas de conducta». Escribía Irujo: «Nuestra base del derecho otorga a la persona la primacía jurídica, nación y estado se forman al servicio del hombre, el nacionalismo basado en los derechos de la persona es democracia, el que prescinde de aquellos es fascismo. No es admisible una libertad nacional que no comience por reconocer, proclamar y respetar la libertad individual de la ciudadanía.» A buen entendedor suficiente. Pretendemos tan sólo poder seguir siendo.